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Nací de un torbellino en el que volaban unos perros, unos leones, diez mil budas, tres selvas, una cascada, cientos de esfinges, un mago, una chamana, un gusano, una mariposa y una libélula, mil significantes y un significado, lo real, lo simbólico y Jerusalén. Y como el viento que arrancó las hojas rojas, verdes y azules del guanaco para crear al sagrado pájaro quetzal, quiso el torbellino que despertara el cuerpo y danzara la mente para ver nacer el mito.

lunes, 30 de marzo de 2015

El superviviente


-Quita, maluno, despelado -. Empuja con ajados nudillos, a un lado, el saco de huesos de abrigo ocre. Comparten las pulgas, el agua, la comida, las risas y los males que bailan en segundos eternos, encallados en relojes que se dibujan entre el humo y las nubes. -Quita, ya voy, echa a un lado -. El flaco de pelo rojo se pega a su pierna. –No digas nada que no sirve, calla.Quita, maluno, despelado -. Empuja con ajados nudillos, a un lado, el saco de huesos de abrigo ocre. Comparten las pulgas, el agua, la comida, las risas y los males que bailan en segundos eternos, encallados en relojes que se dibujan entre el humo y las nubes. 

-Quita, ya voy, echa a un lado -. El flaco de pelo rojo se pega a su pierna. –No digas nada que no sirve, calla.

El gato no escucha, llama, zigzaguea, ronronea. Maúlla por la boca y si no por las tripas. El viejo le deja pasar entre sus piernas, a la vez que se envuelve en el desgastado paño quizá verde que aprieta, una y otra, vez contra su cuerpo.
Los chafados diarios pegados a su piel, no son suficientes. La mañana le vence, tose. Acerca los torpes dedos a la boca y exhala. La negra cueva, llena de vacío, hedor, y podredumbre devuelve un poco de calor a sus yemas. Asiente, levemente complacido. Pero no. Nada puede contra ella.

Es una enemiga grande, sutil. La incómoda compañera que se cuela hasta los huesos sin que nadie la haya invitado.
Espera la llegada del alba en su lecho de cartón, acunado por los sueños. Ella, la gran malvada, le moja, le arruga, le comprime.

Oxida su chasis, sus circuitos, enmohece los hilos que un día trenzaron magníficos bíceps anclados a un nombre de mujer.
De nuevo, la tormenta le visita en la noche. Como un saco le zarandea. Siente los golpes en todo su cuerpo, una y otra vez, contra un lado y otro de la madera. La voz se le escapa. Traga. Agua y sal. De nuevo. Ahora sí. Escupe y respira. Pero ahora lo sabe. La muerte le busca. La huele. Los dedos como garfios agarran la barca que se deshace en sus manos. Y entonces despierta.

La ola no llega. Sin embargo la siente. Heladora, cubriendo su piel, su ropa. Aprieta el  paño, tal vez verde, contra su pecho. El empapado paño que un día fue verde.
Se sienta. Coloca las cajas. No hay barco, no hay redes. No hay tormenta. El llanto felino suena de nuevo. Encuentra unos globos amarillos. Muy grandes. Muy amarillos. O tal vez no. Tal vez no hay suficiente luz alrededor y por eso sobresalen tanto.

-Ven, anda, peluno, me despiertas –. El animal le lame los dedos que asoman por los agujereados mitones-. Yo también tengo hambre. Vamos.

El viejo buque despliega su veladura, y cojea levemente. Es ella, la mala, la cruel, que esta noche le venció en forma de relente.

Tose. Tose de nuevo y resuena su ajada caja. Se apoya en el muro.

-Venga, peluno, arranca, no hagamos esperar a la Juana.

El flaco de pelo rojo suelta un maullido y le sigue.

Las luces de la mañana tiñen el cielo de rosa y añil. Como cantos de lobo se oyen las voces del muelle.
La vieja cocina de Juana le trae recuerdos de antaño. La buena mujer le cuida, aunque nadie lo quiera.

"Mala suerte" le dicen. Pero Ella no. Ella dice, “¿quién sino tú, tuvo suerte?”. La Juana le empuja sobre un taburete. No le saluda. Le da una taza.
El desconchado metal en sus manos le recuerda lo que es el calor.

-Qué Martín. Cómo va el lumbago –. La Juana le mira mientras se toma el caldo.

-¡Bah! No tiene remedio. Ponle algo, anda – le dice bajito mirando al gato.

-Ay madre, ¡que busque en la basura, como todos!

-Venga mujer. Un poco de leche.

-Para tí hay. Para él no.

-Bueno pues para mí…

El gato famélico abre bien los ojos. Atusa su pelo y bigotes con la dignidad que no tiene. Huele el aire y sale corriendo.

-¿Ves? – dice la Juana con la leche en la mano. -Un desagradecido… Martín, ¿me oyes?

No. Martín no la oye. La cara esculpida en espanto no tiene voz, ni color. La decrépita efigie del viejo aúlla dolor en silencio.

-Oye, Martín-.  Le empuja la Juana. -¡Te quedaste tieso!.. ¿me oyes?, ¡Escucha!  

-Calla mujer. – contesta. Tira la taza al suelo. -La parca está aquí, vieja. Ha venido de nuevo a buscarme.

-¿Qué dices loco?

-Qué sí, Juana, ve, corre, avisa a todos.

La Juana no escucha a Martín. El griterío del muelle la saca de casa y corre al muelle. La Juana ya no es la Juana sino una lejana silueta. Una voz màs, formando parte de un coro de asombro bajo la enorme pluma.
A tan solo unos pasos se alza, sostenida por la gran polea del puerto. Siete metros de bestia blanca.

La gigantesca capucha viscosa en forma de navaja, deja escapar bajo su falda ocho largos brazos, que se extienden por el suelo entre piernas y pescado.

-La parca -susurra Martín, encerrado en la niebla de los recuerdos.


Las voces del muelle envuelven su sueño. Los dedos como garfios aferrados a la barca que se deshace en sus manos. Un monstruoso látigo que apresa sus pies. Se suelta. Traga. Agua y sal. Traga de nuevo. Y ahora sí, ahora aire.
Un golpe le rasga el rostro y le retuerce el hombro. El grueso tentáculo le recuerda que, ningún hombre con brazos de acero, anclados a nombres de mujer, puede a la muerte.

Le enorme pluma emerge del agua. Agita ocho brazos en el aire antes de cobrarse seis vidas y un barco.

-¿Puedo ir? - el nieto de la Juana se asoma a la puerta asustado. Busca permiso para ver al monstruo.

-Espera – Martín se levanta.

-¿Es un calamar gigante? – pregunta el niño, acercándose apenas.

-Es el diablo… - susurra el viejo.

-La abuela dice que los monstruos no existen, que te inventas cuentos por que estás algo loco… - Martín coloca sus torcidos dedos en el cabello del muchacho.

-Cuentos, sí. Anda, corre y di a la abuela que venga...

El eco acompaña las pisadas del niño al corretear… Martín aprieta el paño algo verde contra su cuerpo y levanta la mano hasta colocarla en su frente. La improvisada visera calma sus ojos. Agradece el calor en la piel. Una fina línea va cobrando cuerpo y se convierte en la Juana acercándose. La Juana sonríe.

-Viejo, qué bueno. Comerás calamar las próximas semanas. Está buenísimo. Ve, han hecho unas brasas junto a la barca. Los niños se van a empachar. Y ese gato tuyo… ¿cómo iba a querer leche? ¡Se ha puesto fino!

-Es la parca, Juana. ¿No entiendes? Ha vuelto. Viene a buscarme.

-Antes nos morimos todos que tú, fíjate lo que te digo. – le aparta la mujer para entrar.

-Que no, Juana. – Martín se gira hacia ella tomando sus brazos con fuerzas que ya no tiene..

-¡Qué sí hombre! - Le grita ella. - Anda ve – le empuja.

El viejo buque, sin ganas, cojea mientras se acerca al muelle. La Juana, le observa desde la puerta. Junto a ella, un viejo retrato cuela de un desgastado marco.
La Juana lo toma entre sus manos. Desde la desgastada imagen los rostros del pasado posan junto al barco que no regresó.

Solo Martín apareció al cabo de una semana en la playa, junto a un pedazo de la embarcación. Nada quedaba de su cuerpo fuerte y sus brazos de acero.
Deliró meses y meses. Pero vivió. Aunque loco, estaba vivo. Nunca supieron qué pasó.

La Juana acaricia el amarillo papel y pasa suavemente su dedo arrugado por la barbilla del hombre más a la derecha. Era el único recuerdo que le quedaba de su Alonso.

-¡Abuela! ¡Abuela! Los hombres se están peleando. –el niño respira entrecortado,  en parte por la carrera, en parte por la emoción de los acontecimientos del día - ¡Abuela! ¿Me oyes?

-¿Qué dices, hijo?- La Juana coloca el portarretratos y sus pensamientos en la estantería.

-Abuela, ha venido el biólogo y no nos deja comer nada. Se ha puesto a prenderle fuego al bicho. Y el Martín, que casi ni se sostiene, va y le ayuda.

-¿Qué? – A lo lejos columnas de humo y ascienden sobre las voces de la contienda. Por un momento la Juana ve todo negro. Se frota los ojos. - ¿Qué dices, hijo? 

-Pues nada, abuela, que dicen que el calamar no se come… La mujer tuerce la boca y se echa las manos al estómago.

-Yo no he comido nada Abuela. ¡Abuela!, ¿está bien? 
La cara esculpida en espanto no tiene voz, ni color. La decrépita efigie de la Juana aúlla dolor en silencio.

En el umbral de la puerta, confundido por la niebla que comienza a instalarse en sus ojos emerge una figura.

-¡Abuela! – grita el niño mientras la mujer cae al suelo.
La Juana esboza una torpe sonrisa al ver junto a la puerta al Alonso, que avanza hacia ella con los brazos abiertos. Rodeando sus piernas y su torso, un enorme tentáculo aplasta sus huesos.
La Juana abraza a su marido entendiendo. Etéreas lágrimas bañan su rostro. A sus pies, en el suelo, su nieto zarandea su cuerpo propio cuerpo inerte, encogido. 

Junto a ella, un flaco saco de huesos con pelaje rojo yace muerto.

 20150302 El frío, el gato y el calamar gigante.

Shambala

-          Son las 05:00 horas del tercer día de la luna en el mes solar de Acuario, en el décimo tercer año del cuarto milenio sentipensante. Buen día, Argos.

La metálica voz del sistema de audio no había conseguido despertarle. Darma había regresado de su baile en brazos de Morfeo hacía ya unos minutos terrestres.

Darma tomó una última bocanada de aire de su respirador de dormir, antes de que dejara de funcionar, imaginando que era de color azul.

Le encantaba el azul. Imaginó que ese color teñía de turquesa sus pulmones, y los hacía más grandes, y mientras, tanteaba con las manos la pequeña cápsula en la que dormía, en busca de la escafandra.
Darma retuvo el aire y pensó que todo él se conviertía en un ser azul. Abrió los ojos, los tres, y el pequeño espejo sobre sus ojos le devolvió un rostro añil, rodeando el blanco de sus globos oculares y sus enormes pupilas anaranjadas. Darma sonrió, aprobador, antes de colocar la escafandra sobre su cabeza y soltar el aire en ella.

Darma accionó un pequeño botón transparente, y la enorme tapa de cristal que cerraba su cápsula de dormir se retiró silenciosamente. Dentro de ella todo era de color blanco. Fuera también. Darma se incorporó y observó cómo decenas de cápsulas inmaculadas dispuestas en un enorme receptáculo elíptico, también blanco, deslizaban de forma silenciosa sus tapas cristalinas, y de ellas emergían escafandras que, como peceras, albergaban peces de colores. Aquellos que cada sentipensante había escogido ese día para respirar, y que teñirían su piel para el resto del día.
Darma saltó de su cápsula. Su blanco traje espacial le protegía de las radiaciones cósmicas. Era el mismo traje que llevaban las decenas de sentipensantes que, al igual que él, saltaban de sus cápsulas para iniciar su entrenamiento en Argos.

-          Buenos días – saludó telepáticamente Darma a la especie de pecera que caminaba delante de él. La escafandra se volvió. Dos negros ojos sonreían por encima del respirador.

-          Buenos días, compañero.- Le devolvió Kendal el saludo.

-          Hoy es el día.

-          ¡En efecto! Hoy aterrizaremos en la Tierra, el planeta de nuestros antepasados.  ¿No es emocionante?

-          Ya lo creo. El planeta Azul.

-          Buen homenaje.- Le indicó Kendal refiriéndose al tono de piel que había elegido Darma.- Aunque ahora se le ve más bien rojo. – Kendal señaló con su segundo dedo índice el cristal de su escafandra, haciendo alusión al color que había elegido ese día.
Miraron por la ventana para observar el magnífico espectáculo de la nave acercándose a su destino. Un gran disco de color sangre apareció ante ellos. Lo contemplaron extasiados. Podía decirse que eran amigos. La amistad era una de las relaciones que todavía existían en la raza de los sentipensantes.

Al contrario que la especie dirigente, los pensaprogram de Shor, o los extraños y casi extintos emotilares, los sentipensantes todavía conjugaban ambas facultades, la de pensar y sentir, y por ello habían sobrevivido a la extinción de la mayoría de las especies. Aunque quedaban muy pocos.
Las crónicas que se relataban en Argos contaban cómo la raza humana, el origen de los sentipensantes, tuvo que huir de la Tierra al desaparecer la capa de ozono y quedar expuestos a las radiaciones y el calor del Sol. Su tecnología les permitió viajar por el espacio y encontrar otras civilizaciones que combinaban pensamiento y emoción, con las que procrearon y dando lugar a los diferentes especímenes a los que pertenecían Darma y Kendal. Sin embargo, esto nunca fue posible entre el resto de especies. Solo los terrícolas tenían esta facultad, así que todos los sentipensantes descendían de la Tierra.

Los dos amigos continuaban junto a la ventana. Se sintieron invadidos por la intensidad de la misión de aquel día.
-          Dicen que es imposible aguantar la temperatura. – Transmitió Darma a Kendal.

-          Argos no se acercará mucho más. – contestó Kendal. Tendremos que bajar en naves ignífugas. Hoy visitaremos la Ciudad Real.

Darma y Kendal entraron en la blanca sala de entrenamiento y tomaron asiento.
Darma buscó el tubo de avituallamiento y lo colocó en su vial, justo en el antebrazo derecho. Levantó la vista, observando las decenas de compañeros conectados mientras recibían las últimas instrucciones dictadas por audio por el Imperio de Shor, el sistema de computación cuántico que regía el Universo.

-          Atención, seres sentipensantes. Ha llegado el final de vuestra travesía. Os disponéis a embarcar en las naves ingnífugas para descender al planeta Tierra, cuna de vuestras distintas civilizaciones.

Vuestra misión es exclusivamente exploratoria. Vuestra instrucción a lo largo de los últimos años solares os ha preparado para sobrevivir a las duras condiciones que encontrareis.

La proyección oleográfica en medio de la Sala mostró unos rojos cañones cuyos grandes picos se confundían con el rojo del cielo. Los pensaprogram no habían conseguido comunicarse con los sentipensantes a través de la telepatía, así que utilizaban los antiguos sentidos de la vista y el oído, así como los códigos que componían las diferentes escrituras, para transmitirles sus mensajes.
-          Esta es la cadena del Himalaya. – sonó la voz metálica.- Al sur de la misma, se encontraba la India.

-          ¡Qué distinto a las imágenes de los picos nevados recortándose contra el cielo azul!- Le dirigió mentalmente Darma a Kendal.

-          Estás hoy de lo más poético – bromeó Kendal…

-          Su misión – continuó la voz cibernética - consistirá en encontrar la puerta a la antigua ciudad de Shambala, en la que seres intra-terrestres custodiaban la memoria de la humanidad...

-          Shambala…. – pensó Darma…

-          No la encontraremos – contestó Kendal. – Es un invento del budismo…

-          Tú siempre tan optimista – Darma le miró con el ojo sobre su frente mientras fijaba su mirada en la oleografía, e imaginaba cómo sería aquella tierra hace dos mil años terrestres, o quizá más… cuando las leyendas de los abominables hombres de las nieves asustaban a las tribus locales…

Proyectando una nueva imagen, la voz metálica sonó de nuevo:
-          Este es un ser de luz. – La oleografía mostraba un haz de luz blanca con forma humanoide y rasgos sin definir.- No es probable que lo encuentren, pero eran los guardianes de Shambala y no disponemos de registros que corroboren o desmientan su existencia ni su desaparición. No son peligrosos. No se pueden atrapar ni destruir. Si por un remoto e improbable azar cósmico se encontraran con alguno de ellos, lo más sensato es que entablen conversación y la graben. Disponen de las preguntas en el registro electrónico.

La imagen cambió de nuevo, proyectando imágenes de animales, emotilares terrestres que se correspondían con los señalados en los manuales como Tigres, Elefantes y Yetis.

-          Tampoco es probable que encuentren vida animal. No obstante, y aunque los emotilares son peligrosos e imposibles de dominar, les recordamos que disponen de armas paralizantes. Nos interesa estudiar cualquier forma de vida que pudiera quedar en la Tierra. Dispónganse a partir en sus naves ignífugas. Tienen 36 horas para completar la misión. Buena suerte.

Darma sabía que había un riesgo grande de que la nave partiera sin ellos. Sin embargo, sentía que aquel era el día más feliz de su vida.

Junto al resto de tripulantes, Darma y Kendal se dirigieron por los blancos corredores de Arcos hacia el muelle de despegue. Perfectamente dispuestas, se encontraban una decena de cápsulas redondeadas con aspecto gelatinoso y transparente, en cuyos interiores no había nada. Como pompas de jabón flotando a centímetros del suelo, esperaban a ser asignadas a sus correspondientes pilotos.

Darma y Kendal se vieron teletransportados de manera involuntaria hacia una de ellas. La nave, compuesta de aquella sustancia que repelía la radiación y las altas temperaturas, era ádemas una magnífica conductora de ondas de baja frecuencia, en las que se emitían las órdenes de navegación.

Los tripulantes no tenían nada que hacer, más que disfrutar del viaje, y estar bien atentos para volver a tiempo.

-          ¿Has consultado las coordenadas de aterrizaje?

-          Si, - contestó Kendal. Corresponden a la ubicación del que fue llamado el Monasterio de Cristal, en la antigua región de Dopo.

-          Vaya, la etnia Bon – Sonrió Darma.

-          Sí, la parte alternativa del Budismo. Dicen que fué la única construcción en la que existía una pintura del Yeti adorando a Buda.

-          ¿En serio? Vaya, pensaba que el enamorado del Budismo era yo.- replicó Darma, colocando sus manos en la postura de la antigua flor de Loto.

-          Bueno, me gusta documentarme cuando me juego la vida.- Contestó Kendal.

Un pequeño conjunto de pompas de jabón se desplazaron ingrávidamente por el cosmos hasta atravesar sin dificultad en la débil atmósfera terrestre. El disco rojo se fue acercando hasta perder su contorno. La aparentemente delicada burbuja, se separó del resto, iniciando su camino entre los profundos y orgullosos cañones.
-          ¿Y qué harás si te encuentras un ser de luz?

-          No tendremos esa suerte… Esos seres intra-terrestres ya eran una leyenda en la época humana. No sé cómo se han conservado las noticias de su improbable existencia hasta nuestros días. – dijo el escéptico Kendal.

-          Pero nadie duda de la existencia de Shambala . La Ciudad Real Subterránea está en muchos textos budistas, y los guardianes de los libros del conocimiento y la sabiduría humanas también. – replicó Darma.

-          Tonterías, discrepancias de los Bon con el resto de los budistas.

-          Cuidado, estamos a punto de tomar tierra. ¿Estas son las coordenadas?

-          Sí….

-          Espera, ¿lo has visto? – Señala Darma al frente asustado.

-          ¿El qué?- Dijo Kendal… ¿El abominable hombre de las nieves?

-          No… es como una vieja nave, una versión de ésta misma pero de hace bastante tiempo… está incrustada en la montaña.

Mientras la pequeña nave transparente se posa en el rojo y polvoriento suelo, los ojos anaranjados de un viejo rostro les espían con ansiedad tras una desgastada y gris escafandra.

Sin pretenderlo, lágrimas de colores surgen de aquellos tres pozos de asombro y desvelo, que siguen, sin poder evitarlo, al recién llegado rostro de color azul que tanto ha esperado.

Intenta desprenderse de la humedad en su mirada, y alzando de nuevo la cabeza acaricia, con su agrisado guante, el suave pelaje blanco, teñido apenas por el ocre polvo del camino. Su montura se vuelve a mirarla con ternura, y asiente.

Abrazado a su cintura, sobre los hombros de la enorme criatura, un alargado y débil ser de luz susurra en su oído.
-          Te lo dije. Es tu hijo.

 20150216 Ciencia Ficción.

 

Elena

Las voces calladas de la noche visitan a Elena. Se enroscan en su cabello, y suplican, implorantes junto a sus oídos.

Una helada lengua de sudor frío recorre su espalda. Viaja, lenta y rauda, hasta su cintura, para quemarle la piel con su frialdad.
Elena siente que el miedo llama a la puerta de su corazón, en forma de taquicardia. Se incorpora de golpe y agitando sus manos intenta deshacerse del abrazo invisible y maléfico que la mantiene enterrada bajo las sábanas.
Un haz de blanca inquietud se cuela por la rendija de la puerta, incomprensiblemente cerrada. El haz se ve interrumpido por suaves sombras que insinúan una presencia tras ella.
De un salto, abandona la cama…
-          ¡Quien anda ahí! – grita, en un afán desesperado por atraer la atención de la sombra siniestra que la visita esta noche. - ¡Au!
Puñales de fuego en sus pies, le avisan de que hoy no son sueños. Siente el calor de su sangre resbalando por su piel. Mira al suelo y las ve, brillando en la oscuridad a la tenue luz de la luna.
Por un instante regresa al diván.

-          Los sueños continúan- explica. - Sigo conectada a aquellas máquinas por tubos que me quitan la vida. Casi no tengo fuerzas para levantarme. Me duelen los brazos como si mil jeringas se me clavaran cada noche para vaciarme… necesito que me cambies la medicación.

No sabe cómo han llegado hasta ahí pero no tiene tiempo de averiguarlo. Con premura, se arranca las agujas de los pies, haciendo más grandes las heridas, y corre hacia la puerta.

La negra espesura la abraza tras abrir la hoja. Puede olerlo. Puede oler el azufre de cerillas encendidas ahora o quizá hace tiempo, pero ya no hay nada. No hay luz, no hay voces.
Mira hacia la puerta de Teresa. De nuevo, el haz blanquecino juega con ella tras la rendija.

-          ¡Ni lo sueñes!, ¡No la tocarás!

Elena se arroja violentamente sobre la puerta cerrada. La hoja de madera, cortés, se abre a su paso. Elena cae al suelo. Siente el duro piso en su cara, la sangre en su boca y el pinchazo del miedo.

Elena busca con ansiedad los dulces rizos de Teresa sobre la almohada, pero solo halla ausencia.
-          ¡No! – grita aterrada. - ¿Dónde está?. ¡Teresa! – aúllla incorporándose. ¡Teresa!

La oscuridad se hace más negra. Elena siente un fuerte dolor en la cabeza. Elena se arropa con el silencio.
Las voces calladas de la noche visitan a Elena. Se enroscan en los blancos tules que engalanan su cabeza cubiertos de costra y dolor, y Elena sabe que hoy es otra noche.

Una helada lengua de sudor frío recorre su espalda. Viaja, lenta y rauda, hasta su cintura, para quemarle la piel con su frialdad.
Mueve apenas sus dedos, intentando deshacerse del abrazo suave y maléfico de las sudorosas sábanas, pero cientos de tubos salen de su cuerpo para sacarle la vida.

Elena saborea la sangre en sus labios, y sabe que está mal herida. El piso cruel partió su piel y su boca y nada de ello fue un sueño.
La presa de su coraje se rompe por la presión de su angustia.

-          ¡Teresa! – susurra apenas.

-          Sí mami…
Elena quiere abrir las pesadas compuertas de la consciencia. Allí, a los pies de la cama, vislumbra las negras cascadas de rizos de su hija amada.

-          Teresa, hija, ¿estás bien?

-          Sí mami… - la metálica voz secuestrada por el pánico de su pequeña hija la inquieta.

-          Ven, quiero verte.

-          Sí mami…
Los suaves bucles en la penumbra se van haciendo próximos, aunque no tanto como el terrible presentimiento.

Elena quiere abrir los ojos, quiere ver a Teresa, quiere oler a su hija, apartar el fuerte olor a azufre, besarla con sus ajados labios, pero un rosado telón se interpone entre ellas.
Elena reconoce el encaje de bolillos de la pequeña almohadita de su hija. El rosa y querido talismán que Teresa lleva a todas partes. La suave prenda se cierne sobre ella como una terrible tormenta. Elena siente su tacto en su boca. El aire de sus pulmones encarcelado en su cuerpo mientras es aplastada por la tierna arma asesina blandida por su pequeña hija.

Elena no tiene fuerzas para luchar. Elena se deja hacer.
Las voces calladas de la noche visitan a Elena. Se enroscan en los ennegrecidos tules que atrapan su cabeza cubiertos de costra y dolor, y Elena sabe que hoy es otra noche.

Una helada lengua de sudor frío recorre su espalda. Viaja, lenta y rauda, hasta su cintura, para quemarle la piel con su frialdad.
Mueve apenas sus dedos, intentando deshacerse del abrazo suave y maléfico de las sudorosas sábanas, pero cientos de tubos salen de su cuerpo para sacarle la vida.

Elena no sabe si abandonó este mundo. Elena no sabe si soñó estar viva, o soño estar muerta. Elena se pregunta por la dulce Teresa. Elena, se pregunta, quien es Teresa.
A su lado, Elena percibe los movimientos de un alargado ser de luz. El ser, dirige sus enormes y almendrados ojos de azabache hacia ella, mientras maneja una máquina con cientos de tubos.

Elena se siente parte de ellos.
Elena cierra los ojos.

Las puertas de su consciencia se abren de nuevo, y ahora son dos los rostros blancos y etéreos que la observan.
Los bucles largos y sedosos de quien un día fué Teresa, reposan sobre la mesilla.

Elena escucha las voces calladas de la noche.
-          Ya tenemos suficiente cortisol. – Dice una de ellas.
-          Necesitamos una nueva víctima.

20150210 Terror - Ficción

Agua o Tinta

-       Soñé que era agua. Fui agua. Me deslizaba por ti mientras caía. Soñé que me colaba en ti, que me abrazabas. Soñé incluso que me bebías.

Soñé que engalanaba, como un traje, tus sueños, rodando por tu piel, sintiendo tus anhelos. Soñé que me acariciabas y luego me cubrías. Soné, entonces, que desaparecía.

-       No quiero que seas agua, sino tinta. ¿Cómo, si no, podría escribirte? ¿Cómo mirarte? ¿Cómo describirte? Quiero sentirte mientras fluyes por mi pluma oxidada.

-       Cuando me escribes me siento limitado. Concreto, preciso y finalmente encerrado en tus suaves trazos. Fuera de ti. Alejado. A solo un paso de ser olvidado. Sobre un viejo papel abandonado.

-       Nunca me olvido de ti.

-       A veces sí.

-       ¿Por qué dices eso?

-       Lo sabes. Sale de ti.

-       Claro, todo lo que dices sale de mí. ¿Cómo podría entonces olvidarme de mí?

-       Lo haces.

-       No.

-       Sí.

-       A veces olvido sentir, crear, sonreír, a veces desaparezco y entonces vuelvo a ti. No quiero que seas agua, sino tinta. No quiero perderme, quédate aquí.

-       Eres tú quien ha de ser escrita. Esparcida en una sábana inmaculada. Como arena de colores, de un envase de cristal liberada para subirse al viento, y volar por la ventana.

-       Eso me gustaría, a veces sueño que soy arena. Que mis células forman dunas, que se elevan formando una enorme cuna que te espera.

-       No me esperes, yo siempre estoy aquí.

-       No es verdad.

-       Lo es.

-       No.

-       Sí.

-       A veces pienso que te has ido, y no sé cómo podré vivir sin ti.

-       No me voy. Si no me encuentras no me buscas lo suficiente.

-       O tal vez te has ido como el agua entre mis dedos, simplemente.

-       Sí. Quise ser agua.

-       Y fuiste torrente.

-       ¿Por qué no me escribes en el mar, pues, o en la lluvia? Quise ser gotas de amor sobre tu frente.

-       Porque si eres agua, no podré tenerte.

-       Amar no es tener.

-       ¿Qué es?

-       No sé.

-       Lo sabes.

-       No.

-       Sí.

-       Está bien. Pregunta a la noche, quizá te responda. O pregunta mejor a quien te escucha ahora.

-       ¿A quién?

-       ¿No los ves? Siguen tu relato queriendo entender. Están a tu lado, enfrente, callados… quizá sorprendidos de ser interpelados.

-       Está bien, lo haré. ¿Cuál era la pregunta?

-       No puedes tenerme, solo soñarme. A veces pensarme, y siempre invocarme. Aunque siempre estoy, no siempre puedes escucharme. Dices quererme, dices amarme y no me dejas en agua transmutarme. Temes perderme. Que, como el mar, pueda retirarme.

¿Qué soy para ti, pues?

-       Ellos no lo saben.

-       Lo saben.

-       No.

-       Sí.

-       Tal vez…

-       Puedo ser tinta esta vez.
-       Gracias. Por fin. No te vas a arrepentir. Escribiré tu gloria. La mejor de las historias. Escribiré algo grande, que quede en la memoria.

-       ¿Ya eres feliz?

-       No…. Es broma. Sí.

20150202 Surrealismo contenido.